Una muerte accidental. Una mochila de migrante. Un viaje mítico hacia el lago sagrado.
En la penumbra de una UCI, dos hermanos se enfrentan sin palabras: uno dormido en los márgenes de la vida, el otro despierto, aferrado al filo de los recuerdos. Frente al cuerpo herido de Luis, el hermano menor, Emilio le habla como quien intenta reanimar con palabras lo que la medicina ya no alcanza. “Levántate”, le dice, no como súplica sino como conjuro. Y en esa orden empieza a desplegarse un largo tapiz de memorias compartidas.
Rememora su infancia en diversos escenarios humildes de un país sudamericano, donde la precariedad se enfrentaba con risas, juegos y complicidades entre hermanos, hasta los años de despertar político, de marchas, panfletos y clandestinidad y donde el calor de la familia bastaba para sostener el mundo. Juntos recorrieron las avenidas polvorientas de la lucha, compartieron ideas como si fueran panes, panfletos como caricias. Hasta que el miedo los empujó a cruzar el océano.
Luis recuerda la figura severa del padre, la ternura y rebeldía silenciosa de la madre, a los otros hermanos que partieron por otros caminos, las huellas que aún sangran o muestran sus cicatrices. La memoria se convierte en un largo viaje, en un pretexto para revivir la esperanza, los primeros trabajos, las casas compartidas, las derrotas, los amores breves y los vínculos que, aunque lejanos, jamás se rompieron del todo.
Cada palabra de Emilio es una chispa dirigida a la conciencia del hermano gravemente herido, es un canto íntimo a la fraternidad, una elegía luminosa sobre lo que queda cuando todo parece perdido.
La novela es una plegaria laica, un acto de amor fraterno que convierte la memoria en resistencia. Un diálogo con el silencio, con la historia familiar, con la migración, y con la posibilidad —o no— de volver.
